¡Ay don Jorge Luis!
¡Cómo admiré y admiro su poesía!
Y cómo quisiera llegar a escribir,
aunque fuera un poco siquiera, como usted.
Y vibrar ante el pétalo de una rosa
(“la rosa, la inmarcesible rosa que no canto”)
Y ponerme nostálgico ante la lluvia que ya fue
Y asombrarme ante los espejos
Y admirar la valentía de los cuchilleros
Y prosternarme ante los libros, ese paraíso
Y derramar una lágrima al recordar
alguna carga de caballería
de algún antepasado ilustre
(“Laprida, Cabrera, Soler, Suárez”)
Pero no puedo.
¡Ay don Jorge Luis!
¡Cómo admiré y admiro su erudición!
Y cómo quisiera alcanzar una leve fracción de sus conocimientos.
Saber mucho de filosofía, de filología, de antropología,
de budismo, de mitología, de astrología;
y conocer mucho de historia y de lenguas,
Y dominar el alemán de Goethe
Y el italiano del Dante,
Y el anglosajón antiguo de Beowulf, de Caedmon, de Cynewulf…
Pero no puedo.
Es que existen otras cosas en el mundo, don Jorge Luis.
Otras cosas que se empeñan en no irse,
como los recuerdos, como la memoria, como los remordimientos,
como el dolor de haber sabido cosas…
Cosas como por ejemplo que,
mientras usted le cantaba a la luna,
a Víctor Jara le cortaron las manos, le cegaron la voz en un estadio.
Y usted, don Jorge Luis, en vez de condenar el crimen,
eligió reunirse con el asesino (“entre la cordillera y el mar…”).
Es que a Haroldo Conti lo desaparecieron,
a Rodolfo Walsh lo acribillaron,
a las madres les arrebataron sus bebés en la cuna,
y a los muchachos los torturaron antes de llevarlos
a los Vuelos de la Muerte.
Todo acaeciendo a pocas cuadras de su casa,
la de Maipú 995, apartamento 4b
donde usted, frío y obstinado, seguía tañendo la lira,
mirando para otra parte.
O, peor aún,
sentándose a manteles con los masacradores…
(Videla, “¡Ave, César, ¡vencedor de los peronistas!”, un caballero).
¡Ay don Jorge Luis, mejor no sigamos recordando cosas!
Poeta por encargo soy
(proclama)
¿Alguna pena de amor?
¿Algún dolor en el alma?
¿Alguna llaga en la enjalma?
Señor, señora, señorita,
Acérquense nomás a mí,
Que poeta por encargo soy.
Como soy poeta por encargo,
para todos tengo solución,
¿Que su novia se le fue?
¿Que su novio no volvió?
¿Que el negocio se quebró?
No se preocupe, muchacho
No se angustie, señorita
No entre en pánico, señor,
Que, para eso, por ventura,
poeta por encargo soy.
Háganme caso mujeres,
Que yo con versos bien floridos
Puedo hacer que las requieran
uno y todos sus maridos.
A los señores agentes,
Soy capaz de escribirles,
Unos versos tan elegantes,
Que se rindan a sus pies
las sirvientas más picantes.
O a ustedes, señores curas,
Les puedo escribir también,
Si ustedes me lo permiten,
Unos versos melancólicos,
Aptos para dedicar,
A sus más tiernos acólitos.
Acérquense pues todos,
Que soy muy capaz, en fin,
de escribirles,
de acuerdo a la ocasión,
una copla, o un verso,
o una bella canción.
¿Es usted muy tímido, muchacho,
y no sabe declararse?
Yo con un verso bien romántico,
la pondré a ella a su alcance.
¿Desea usted, señora,
Que su gélido consorte,
La vuelva a amar
con la intensidad de otrora?
Yo puedo hacer,
Con unos versos hirvientes,
Que en él la pasión reviva
Y de nuevo en una noche
Vuelque hacia usted sus intereses,
No una, ni dos, sino tres veces.
Todo depende pues,
del momento y la ocasión.
Pero todo depende también
¡Ay!
del bolsillo del lector.
Porque para eso,
poeta por encargo soy.
* * *
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F. Rivillas.